jueves, 14 de julio de 2011

COPAS ANTES DE DESAPARECER

Murió tirado en una esquina maloliente, olvidado, acompañado de la basura y las ratas que le sirvieron de cajón y cirios para su funeral solitario.
En la mañana, él aún estaba vivo. No salió de su casa porque hubo una tormenta la noche anterior. Despertó con un malestar en el estomago, se dirigió a la cocina por un vaso de agua, y se dio con la sorpresa de que los pétalos se habían colado por la rejilla de la ventana. Sintió ese dulce y triste olor y de inmediato comenzó a barrer los pétalos y tirarlos a la calle. Aún caían algunos cuantos. Rápidamente entró a la casa antes de que el olor se impregnara en su delgado cuerpo. Se fue al baño a ducharse dejando su vaso de agua en la mesa de la cocina. Cuando llegó al baño, se desnudo y se miró en el espejo. Lo más resaltante en él eran esas costillas que sobresalían bajo su piel, y esas ojeras mortuorias. Su piel hace años que había dejado de ser blanca, ahora era un gris raro. Sus piernas y brazos eran largos y delgados parecían que no había ni un musculo en ellos, y sus dedos eran en extremo delgados y largos, parecían varillas fáciles de quebrar. Se bañó con agua tibia, utilizando un jabón de trigo que olía deliciosamente energizante. Por un momento, se quedó quieto sosteniendo la llave de la ducha, todo quieto, como pensando en algo, pero en realidad estaba totalmente en blanco. Salió de la ducha, se secó con la toalla, y sintió que algo andaba mal, pero no sabía exactamente qué era. Cuando terminó de secarse, se vio en el espejo y se vio igual que antes. Era raro, ya nada de frescura le quedaba en la piel, incluso no podía percibir ni un olor en su cuerpo. Se puso un poco de perfume L'eau de joi que olía fuerte y exquisitamente, sin embargo, por más que se echó casi todo el pomo, ningún olor se podía percibir de su cuerpo. Caminó desnudo hasta su habitación. Una sombra delgada y alargada se reflejaba en las paredes de su casa. Parecía el perfecto espectro penando en los pasillos de una casa maldita. Cuando llegó a su habitación, se dirigió a su armario y saco un polo naranja y unos Jeans celestes. Sacó también de los cajones de su armario unas medias y ropa interior y salió su cuarto con rumbo a la cocina otra vez.
Tomó el vaso de agua y bebió como tratando de calmar aquel ardor intenso en su interior, luego se preparó el desayuno, un café bien negro con dos cucharitas de azúcar, tres panes tostados y cuatro huevos revueltos. Por unos segundos, todo parecía armoniosamente normal. El teléfono sonó, fue a contestarlo pero al alzar el fono no pudo escuchar quién le hablaba, probablemente por interferencia causada por la tormenta. Volvió a la cocina a terminar su desayuno. Segundos después de haber terminado, se fue rápidamente a la sala. Se acerco a encender el televisor, se sentó en su sillón de cuero y se hundió en él. Tomó el control remoto que estaba en el sillón e hizo zapping por más o menos una hora y media hasta que decidió apagarla. Volteó la cabeza y miró el techo, todo blanco. Le recordaba las nubes en el cielo celeste de las mañanas de Sarzoja de donde tuvo que escapar para no ser capturado por la milicia del General Abanto Malverso.
Ver por la ventana, ahí, en la ciudad, era tan deprimente para él: siempre gris, dulce, y triste. Jazmín era una ciudad donde él se perdía en la melancolía. Después de un rato sumergido en el océano de recuerdos y pensamientos, despertó y se levantó del sillón. Algo extraño estaba pasando. Se seguía sintiéndose distinto a otros días. Se fue a la cocina a leer Un Templo para Dos Santos. Era uno de sus libros favoritos. Se detuvo muchas veces en el párrafo que decía: "Entre las montañas rosadas se erguía un rojizo sol como de ocaso, eso marcaba el fin de los días de Mariano y de todos los habitantes de Sarzoja. El General y sus huestes habían tomado todo el control y lo primero que harían sería erradicar la idea de libertad de las mentes de los pobladores y reducir la resistencia. Mariano encendió la radio para escuchar algo acerca de este anuncio en el cielo. Era el general dando un discurso: "Pobladores de Sarzoja, hemos tenido largas noches batallando contra las ideas libidinosas y pecaminosas del que movimiento que se autodenomina "Libertalismo" que considera como idea de libertad, el libertinaje. Finalmente nos hemos librado de ese "Libertalismo" hipócrita y corrupto. Los incidentes penosos del 4 de abril son lamentables pero justifican totalmente el bienestar de todos ustedes, compatriotas, y el de sus hijos. Por eso HE DECIDIDO que me haré cargo de la administración y del gobierno de Sarzoja hasta el momento prudente en el que la peligrosa ideología errada de los libertalistas sea totalmente desterrada de Sarzoja" - Se interrumpe el discurso del general y se oye a lo lejos un grito: "¡QUÍTANOS LA VIDA, PERO LA LIBERTAD JAMÁS PODRÁS!" - Se escuchan disparos y la transmisión termina" Todo ese párrafo le parecía tan conocido, y no se cansaba de leerlo una y otra vez.
Terminó el libro, y luego se puso a preparar el almuerzo. Sacó el pollo, y las cebollas blancas del refrigerador. De la alacena sacó el ajonjolí, el sazonador, el vinagre, la sal, el azúcar, y la pimienta. Puso la sartén en la lumbre. Un bello fuego verde vigorosamente ardía. Vertió algo aceite en la sartén y dejó que se calentase mientras cortaba las cebollas en aros. Puso una cucharita de azúcar en la sartén y, cuando se derritió, puso los aros de cebolla que habían estado reposando en vinagre. Los echó a la sartén para que se frieran con el caramelo. Bajó el fuego al mínimo, y puso otra sartén. Cortó una pierna de pollo, e igual que con las cebollas, la dejo remojando en vinagre mientras el aceite y el azúcar se calentaban en la sartén. Luego, puso la pierna de pollo en la sartén y le agregó sal y pimienta. Vertió agua y un poco de aceite en la otra sartén con las cebollas, además le agregó ajonjolí. Cuando vio que las cebollas estaban listas, saco la sartén. El pollo se había dorado perfectamente. Lo sacó y lo puso en un plato que ya tenía preparado con algunas rodajas de papa. Vertió las cebollas y el jugo sobre el pollo. Olía delicioso. Se quedo mirando el plato por un rato y luego fue por su cámara y le tomó una foto al plato. Sacó los cubiertos de plata y comió con muchas ganas porque todo le había salido como él quería. Cuando terminó de comer, bebió agua de una copa. Sabía que aquella comida debía haberse acompañado con vino tinto. La tradición así lo demandaba. Cada trago le sabía tan amargo. Ya ni sus tradiciones tenía, pensó. Al terminar el vaso de agua salió de la cocina hacia su habitación. Se echó en su cama y tomó una siesta.
Soñó con la mujer que amó toda su vida, Ximena. Era una mujer alta, delgada y muy bella. Sus cabellos dorados y ondeados radiaban una vitalidad fascinante, su piel era tan tersa como la seda y sus ojos azules mostraban aquella inocencia enternecedora que la caracterizaba. Así la recordaba. En su sueño ella le abría la puerta y lo recibía en la Casona de Sarzoja. Con una sonrisa sincera y con una voz dulce lo saludaba. Esa voz retumba en su corazón le hacía acordar a la voz de sus madre a quien lamentablemente nunca conoció porque murió unos días después que diera a luz a su último hijo. Ximena era todo lo que había soñado. Era refinada, dulce al hablar, e hija de una de las familias más adineradas y respetadas de todo Sarzoja. Ella lo comprendía aun más que sus hermanos y su padre que estaban muy metidos en política. Ella era la viuda de su difunto hermano, Juan Francisco, quien murió de manera muy extraña un año antes de su huida del pueblo. En el sueño, ella lo abrazaba y apretaba fuerte contra sus pechos firmes y suaves. Además, le cantaba una canción de cuna que decía: “Mi niñito quiere dormir, apaguemos las estrellitas, cierra tus ojitos por fin que ya es de nochecita” y luego, de pronto, el canto se volvía un llanto desgarrador: “¡devuélveme a mi esposo!.. ¡Juan Francisco, vuelve!” sus sollozos crecían y se volvían gritos insoportables e incomprensibles.
Se despertó repentinamente, como de una pesadilla. Afuera, ruidos fuertes se escuchaban. Pensó que de seguro era algún ladronzuelo que la policía estaba tratando de matar. se acercó a la ventana con sigilo y morbosidad buscando el alboroto, y vio a un niño de más o menos diez u once años corriendo con sus pies descalzos sosteniendo un pan que, de seguro, habría robado del tacho de la basura de alguna panadería, y tras del niño venían doce policías tratando de darle con sus pistolas. Vio como corrieron unas cuantas cuadras hasta que finalmente el niño cayó al piso y se quedo inmóvil ahí, el pan salió volando y un silencio incomodo reinó por unos segundos, los doce policías hicieron un círculo alrededor del cuerpo del niño apuntándole. Alcanzó a distinguir a la distancia un charco de sangre que se extendía de la cabeza del pequeño ladrón. Los policías bajaron sus armas, excepto uno que disparó dos veces al parecer en las piernas para asegurarse que se moriría desangrado en el caso que sobreviviera a aquel disparo en la cabeza. Cerró la ventana pero al instante un estruendo lo sorprendió. Los pedazos de vidrios volaron por toda la habitación. Sintió un dolor inmenso en el pecho, aun más fuerte que el dolor de estomago que tuvo en la mañana. Era una bala perdida que le dio en el pecho.
Al parecer la bala le perforó un pulmón y le era difícil respirar. Se tocó el hoyo del pecho del que no paraba de brotar sangre. Vio en el piso muchas manchas de sangre y pensó en lo mucho que le había costado limpiar su cocina. Se puso un trapo para detener la hemorragia y no manchar más el piso, pero la sangre no dejaba de brotar e incluso comenzó a salirle sangre por la boca. Viendo que iba a morir, decidió tomarse unos cuantos tragos hasta que finalmente llegue su hora. Tomó su saco marrón, sus lentes oscuros, y su sombrero; y salió a la calle rumbo al bar XTgio. Caminó unas cuadras, vio las calles vacías con algunos cuantos montículos de pétalos y los pisaba al propósito. Le gustaba ver como se levantaban en el aire y caían lentamente. Admiraba la hermosura de la lluvia de pétalos, siempre le pareció algo mágico, aunque detestaba su olor. Le hacía recordar el funeral de su padre donde llovió tanto que los pétalos llenaron la fosa donde pondrían a el cajón de su padre, y tuvieron que esperar dos días en el cementerio a que el tiempo mejore para sacar los pétalos, y gastaron mucho dinero en café para los invitados para que éstos no se fueran.
Llegó al bar y abrió la puerta. Era de esas puertas que se cerraban solas. Allí estaba el cantinero Caronte. Se sentó en esas bancas giratorias. Miró a todos lados y veía a las prostitutas veteranas de Jazmín con sus marcas rojas en todo el cuello, fumando cigarrillos largos y exhalando un humo negro de sus bocas coloreadas en carmesí y a los parroquianos moribundos como él, sentados tomando sus últimos tragos.
“¿Qué se va a servir?”, el cantinero preguntó. “¿Qué hay de bueno para alguien como yo, herido mortalmente, ajeno a esta ciudad, y sin más que una moneda de oro en el bolsillo?”, respondió. “nada, aquí sólo tenemos ajenjo” respondió el cantinero. “Bueno, entonces, tráigame uno por favor” – contestó. “¿Puedo hacerle una pregunta, buen hombre? ¿Si sólo tiene ajenjo por qué me preguntó qué es lo que me iba servir?”. El cantinero se volteó a preparar el trago mientras le contestaba: “joven, hay muchos que vienen aquí y no hablan. Se quedan callados, miran alrededor y rondan entre las mesas. Vienen y se van otra vez a sus casas sin pedir nada. ¿Es una pérdida de tiempo no lo cree?” el cantinero puso el trago frente a él y le dijo “¡qué lo disfrute!”.
Tomó su trago y recordó a su pueblo, sus amigos y su amor imposible. Se sentía perdido, abrumado por las imágenes en su mente y cansado por todo el hastío de los últimos años. Al terminar su trago comenzó hacer unos ruidos agitados y la respiración se volvía cada vez más pausada y caliente. Se levantó y dejó la moneda sobre la barra. El cantinero se acerco con el libro de visitas y le indicó que debía firmarlo. Al revisarlo se dio con la sorpresa de encontrar el nombre de su hermano Juan Francisco, su padre Roberto y el amigo de su padre Mariano Mesías. Los miró detenidamente por unos segundos, y luego escribió su nombre debajo de ellos “Diego Díaz” y se fe fue del bar tambaleándose. Caminó cinco o seis cuadras y cayó sobre un montón de basura.
A la mañana siguiente no había rastro de su cuerpo al parecer las ratas y los perros no dejaron nada.